sábado, 1 de noviembre de 2008

Una de las curiosidades que quiero compartir

Razonamiento para la ira

Casualmente, estando enojada... más bien, enojadísima y queriendo decir tantas groserías, encontré este artículo de Jorge Ibargüengoitia, me pareció muy interesante y me agradó por el distintivo humor y fluidez de palabras con las que Ibargüengoita trata un tema tan sencillo y común que a veces olvidamos razonar.

Fue publicado en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo Sheridan. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1990

Insultos Modernos
Relexiones sobre un arte en decadencia


      El director de la segunda escuela en que estuve, que era salvadoreño y ya viejo, tenía tres insultos predilectos: “patán”, “vulgarón” y “eres más papista que el Papa”. Todos los que pasamos por su escuela estábamos de acuerdo en que no había espectáculo más divertido que ver a don Alberto amoratado, balbuceando entre espumarajos:
      —¡Patán! ¡Vulgarón! ¡Eres más papista que el Papa!
      En consecuencia gran parte de las acciones del alumnado estaban dirigidas a conseguir este fin.
      Este es un ejemplo de lo que es un insulto mal hecho y de las consecuencias que tiene imitarlo: el que insulta y falla está perdido, más le valiera no haber insultado.
      Si analizamos los tres insultos de don Alberto nos damos cuenta de que los dos primeros son palabras sonoras que deberían tener cierta eficacia. Son deleznables porque se usan poco en México y porque se refieren a características del individuo que no son intrínsecas: se puede ser inteligentísimo y portarse como un patán. Están dentro de la misma categoría que “groserote” o “ignorante”. Son insultos suicidas.
      El ser alguien más papista que el Papa es ineficaz porque resulta críptico en un país en el que nadie le ha puesto peros a la autoridad papal y porque, además, no es posible hacer un insulto con tantas pes.
      Sobre los insultos más usados cabe decir lo siguiente: son nacionales, automáticos e independientes del verdadero sentido de la frase.
      Tomemos por ejemplo los tres grandes insultos mexicanos, palabrotas que no se pueden escribir en estas páginas. Uno de ellos es la definición de rasgos bastante vagos en el carácter de la madre del insultado, que según el caso pueden coincidir o no con la realidad. Esta última alternativa carece de importancia, porque el insulto, una vez proferido, produce irremediablemente descargas de adrenalina en el insultado.
      El segundo insulto es todavía más extraño: es una orden de ir a ejecutar ciertos actos. Orden que a nadie, en sus cinco sentidos, se le ocurriría obedecer. Sin embargo, aparece un individuo sin ninguna autoridad, nos da la orden y en vez de entrar en el alegato de “¿Quién es usted para darme órdenes?”, sacamos el fierro, si lo traemos, y le damos un tajo.
      El tercer insulto, que sin ser tan grave es más doloroso, se refiere a las características mentales del sujeto al que va dirigido el insulto, cuya eficacia estriba en que —a unos más y a otros menos, a unos esporádica y a otros sistemáticamente—, a todos nos falla el coco.
      Los insultos tradicionales, considerados en su función de motores de la relación entre insultante e insultado, tienen defectos muy graves, uno es que carecen de elasticidad y conducen al diálogo por caminos muy trillados que terminan siempre en un impasse.
      No hay nada más aburrido que oír a dos personas insultarse siguiendo el orden acostumbrado, para acabar diciendo:
      —¿Qué?
      —¿Pos qué qué?
      —Lo que quieras, buey.
      Al llegar a ese punto nefasto, los contendientes llegan a las manos o empiezan a decir “deténganme, porque lo mato”.
      Otro defecto, probablemente el más grave, de los insultos tradicionales consiste en que no hacen muella en la reputación del insultado. Es decir, nadie va a creer que un señor es lo que le dijeron. La reputación del insultado depende de su reacción al insulto, no de la veracidad del mismo.
      Tampoco le dan autoridad al insultante. Nunca he oído decir:
      —Fulano le dijo (aquí entra una bastante gorda) a Zutano. Sus razones tendría.
      Insultos que no tienen nada que ver con la realidad, que son automáticos, que conducen a un impasse, que no hacen mella y que no dan autoridad, deben ser desechados y sustituidos por nuevos insultos -de los que trataré en fecha próxima- que aunque resulten más laboriosos sean más eficaces.