miércoles, 8 de octubre de 2008

El alma existe:


El alma existe. No en términos metafísicos, sino concreta y científicamente. Está situada en la marea de neurotransmisores y los recovecos de las estructuras cerebrales.
Esos 21 gramos que se desvanecen cuando morimos y que mantienen nuestra conciencia activa; ese espíritu apenas perceptible que, según los creyentes, va al cielo o al limbo.
Esa quimera, ese suspiro… ya tiene explicación científica.
Los primeros esbozos de lo que ahora sabemos, fueron resultado de años de investigación de un hombre irrepetible en la historia de la ciencia.
Francis Crick, el mismo físico metido a biólogo que ganó el Premio Nóbel en 1962 por describir, junto con James Watson, la estructura tridimensional de doble hélice del ADN en 1953, dedicó más de 50 años a buscar lo que podemos entender como alma y que algunos llaman conciencia.
En un laboratorio construido especialmente para él frente al mar, en el Salk Institute, una prestigiada institución de estudios de biología en San Diego, Crick se dedicó a la búsqueda científica de la conciencia, quizá lo más familiar y cotidiano pero al mismo tiempo, lo más fascinante y misterioso.
Nada hay que conozcamos más directamente que nuestra propia conciencia, pero también no hay nada más difícil de explicar.
¿Porqué existe?
¿Cómo funciona?
¿Dónde se aloja?
La caja negra. “Tú, tus alegrías, tus tristezas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu sentido de la identidad y voluntad personales, no son en el fondo más que la conducta de unas células nerviosas y de sus moléculas asociadas… Como habría podido decir la Alicia de Lewis Caroll: no somos más que un montón de neuronas”.
Así comenzó Crick el manuscrito de su libro “La hipótesis asombrosa”, que refleja el fuerte carácter reduccionista del autor, cuya búsqueda científica del alma daba fin a largos años de conductismo y de desdén por el tema de la mayoría de los neurobiólogos.
El primer paso consistió en la afirmación de Crick de dejar de considerar a la conciencia como algo indefinible, y lo que es peor, inasible para estudiar.
El cerebro, en opinión de Crick, se consideraba algo así como una caja negra, es decir, un objeto cuya estructura interna es desconocida y hasta irrelevante.
Sólo estudiando las neuronas y las distintas interacciones, así como los neurotransmisores que circulan entre ellas, no podrían los científicos construir modelos análogos a los que explican la herencia en términos de ADN, tema en el que Crick era la máxima autoridad moral.
Así, Crick consiguió que la existencia del alma dejara de ser un tema filosófico para pasar a ser un problema empírico.
Para los años en que Crick y sus colaboradores empezaron a estudiar el tema a fondo, la conciencia visual, es decir, lo que vemos y cómo lo interpretamos, ya estaba suficientemente cartografiados en nuestro cerebro, gracias a los avances en tomografía axial.
Nada más abrir los ojos, y comenzamos a interpretar lo que vemos, por lo que se disparan una gran cantidad de señales por todo el cerebro, catalogando, emulando, recordando, midiendo. Es lo que llamamos “tomar conciencia” de dónde estamos.
SI alguien nos ofrece un objeto, digamos una pluma, nuestros circuitos neuronales toman una serie impresionante de “bites de computación”, afirma Crick en su explicación, y nosotros tenemos la impresión de que “tomamos la decisión” de tomarla o rechazarla.
“La verdad es que somos concientes de que tomamos una decisión, no de qué nos hizo tomarla”, explica.
A cualquiera le da la impresión de que tomarla o dejarla es un acto libre.
La conciencia es mucho más que la transmisión de información y su proceso.
El secreto, afirma Crick, está en la atención.
Ilusión óptica. Todos hemos estado frente a imágenes que parecen una cosa a primera vista, pero un segundo después parece otra. Es famosa la figura de una mujer joven que puede ser al mismo tiempo una anciana. (Figura 1)
La primera “interpretación” trae a nuestra “conciencia” un cúmulo de ideas y sensaciones, y al “cambiar de switch”, son sustituidas inmediatamente por otras, además de la confusión posterior.
El cambio en el cerebro que corresponde a nuestra modificación en la atención es la respuesta que dio Crick al gran misterio de la conciencia.
Cuando el córtex visual (la parte del cerebro que se “ilumina” cuando observamos algo) responde al estímulo, ciertos grupos de neuronas se disparan muy de prisa y en sincronía. Éstas, lla
madas neuronas oscilantes, corresponden a aspectos del escenario al que se está poniendo atención (la mujer joven del ejemplo).
Las neuronas, en un recurso metafórico, reaccionan como un grupo de personas que se ponen a cantar la misma canción. Al cambiar de foco de atención, otra serie de personas (neuronas) cantará una canción diferente.
Esta, llamada teoría de la oscilación, semeja también a un cardumen de peces que obedecen órdenes y reaccionan de manera sincrónica, a la perfección.
Crick se pasó el resto de su vida, hasta que murió en 2004, haciendo experimentos sobre esta base.
“Experimentar, eso es ciencia, no especulación”, afirmaba entusiasmado cada vez que avanzaba en sus ideas.
Cuando el equipo experimentó con personas invidentes, el sonido emulaba a la perfección estas ondulaciones neuronales, más allá de que la memoria visual estuviera completamente clausurada. Es decir, la “conciencia” construye entonces vías alternas.
La genética, la información transmitida por los seres humanos desde las cuevas de Altamira, hasta la Tomografía por Emisión de Positrones, nos refuerza que lo que sabemos y conocemos es gracias a que lo podemos transmitir e interpretar.
Cuando la actividad cesa aparentemente, es decir, cuando dormimos, nuestras redes neurales y sus neurotransmisores siguen su trabajo, hasta que morimos.
Por ello, aún gemelos idénticos tienen almas diferentes, ya que siempre, en algún momento, uno mira hacia un lado y el otro, hacia el lado contrario. Es decir, construyen experiencias, memoria, e interpretaciones diferentes.
Al morir, y sólo al morir, la actividad eléctrica y química de nuestro cerebro se detiene realmente, y entonces sí, nuestra alma cesa.
Es, en palabras del propio Crick, “materia sin chispa”.

Fuente: Crónica